Este pulpo al ajo no se presenta: irrumpe.
Sobre el plato, los tentáculos se curvan como si aún recordaran el vaivén del mar, carnosos y brillantes, cubiertos por un aceite dorado que huele a ajo recién despertado en la sartén. Cada ventosa parece sellar un pacto con el sabor: firme por fuera, sedoso por dentro, con ese punto exacto donde el pulpo deja de resistirse y se vuelve puro placer.
El ajo no grita, susurra. Se funde con el aceite caliente y abraza al pulpo con una intensidad profunda, casi hipnótica. Las hierbas picadas aportan frescura, un contrapunto verde que corta la untuosidad y alarga el recuerdo en el paladar.
Es un plato primitivo y elegante a la vez: mar y fuego, paciencia y carácter. Un bocado que no se come con prisa, porque cada trozo pide silencio, pan para mojar… y respeto.
