Este añojo de res no se limita a estar en el plato: impone presencia.
La superficie, dorada y crujiente, guarda las cicatrices nobles del fuego; pequeñas marcas que prometen carácter antes del primer corte. Al abrirse, el interior revela un rosado perfecto, tibio y jugoso, como si la carne respirara lentamente. Cada fibra está tensa y a la vez rendida, lista para deshacerse con una mordida segura.
El aroma es profundo, casi primitivo: grasa fundida, sal justa, calor bien domado. No necesita adornos para brillar; la carne habla sola. El tomate fresco y la hoja verde al costado no compiten, acompañan, recordando que la sencillez también puede ser elegante.
Es un plato que se come con respeto.
Uno que no pide salsas, solo silencio, buen cuchillo…
y el tiempo justo para disfrutar cómo el fuego y la paciencia se pusieron de acuerdo. 🥩
